“Sé que debido a esa gran bendición del albedrío, puedo amar a mis hijos por lo que son ahora. Comparto esto sabiendo que una de las experiencias más difíciles de la paternidad es dejar que los hijos tomen decisiones que son contrarias a lo que sabemos y creemos.”
Recuerdo que hace muchos años, mucho antes de tener hijos, asistía a una conferencia religiosa dada por un prominente académico religioso que enseñaba en BYU.
El tema de la conferencia fue el albedrío. Durante la conferencia, este profesor religioso indicó que la mayoría de los padres santos de los últimos días sólo quieren que sus hijos lleguen a un nivel básico en su desarrollo de fe personal y no a un nivel más alto.
Tan pronto como dijo esto, hubo un sonido de protesta en la audiencia, lo que infería: “Por supuesto que queremos que nuestros hijos lleguen a un nivel alto”.
Después el presentador pasó a explicar a qué se refería con un nivel alto: “El nivel alto significa que ustedes tienen la fe para permitir que sus hijos encuentren su propio camino, encuentren sus propios testimonios, formulen preguntas difíciles, se pregunten qué sienten, luchen con sus creencias personales y, en ocasiones, incluso elijan creer de forma diferente a la de ustedes.”
Después de que ofreció la explicación, muchos de los quejidos cambiaron. Los padres se dieron cuenta de que sería mucho más fácil si sus niños se quedaran en un nivel básico.
Regresé a mi casa esa noche pensando, “Bueno, sé que aún no tengo hijos, pero voy a dejar que mis hijos estén en un nivel cinco.”
Ahora que soy madre, puedo decir que el proceso de permitir que mis hijos estén en el nivel alto ha venido con muchas noches de insomnio, oraciones de súplica, momentos de enojo, tristeza, confusión, frustración, fe creciente e incluso momentos en los que me sentía totalmente perdida mientras aprendía a permitir que cada uno de mis hijos eligiera los caminos que sentían eran los mejores para ellos en su vida adulta.
Por ejemplo, no hace muchos meses uno de mis hijos me dijo que no iba a asistir a la Iglesia. Yo quería decirle: “Mira, niño, mientras vivas en mi casa irás a la Iglesia; y si no, bueno, ¡puedo prometerte que habrán muchas consecuencias!” Afortunadamente para mí, mi mejor lado de ser madre intervino y dijo: “Bueno, ¿podemos hablar de esta elección? Me gustaría entender lo que estás sintiendo y pensando.”
Después de esa charla, me gustaría decirles que soy la madre perfecto, pero debo admitir que cuando llegaron las primeras semanas y este hijo mío no asistió a la iglesia, me sentí frustrada y no oculté muy bien mi frustración . Después de unas semanas, mi hijo me dijo: “Mamá, puedes decirme que está bien que me tome el tiempo para descubrir la verdad y lo que es correcto para mí, pero que te molestes conmigo no está ayudándome en nada.” Por supuesto que quería replicar diciendo que no estaba enojada, pero eso no habría sido cierto.
Le pedí perdón a mi hijo y le prometí dar mi mejor esfuerzo, pero también necesitaba que él se dieran cuenta de que, como lo amaba tanto, me costaba verlo tomar decisiones que, a mi entender, no eran buenas para su desarrollo espiritual.
Después de esa conversación en vez de enojarme, buscaba tiempo para hablar con mi hijo sobre lo que aprendía en la Iglesia y le preguntaba sobre lo qué estaba haciendo en su vida para encontrar lo que era correcto para ellos.
Continué invitando a mi hijo a que me acompañara a la Iglesia, a leer conmigo las Escrituras y a tener una oración familiar, respetando su derecho a decir que no. Hace varios domingos llegué a casa y encontré a mi hijo escuchando los discursos de los miembros del Quórum de los Doce Apóstoles, lo que personalmente creo que puede no haber sucedido si yo hubiera persistido en mi enojo, obligándolos a asistir a la Iglesia o rehusándome a darles el amor.
Como amaba a mi hijo por lo que era y no por lo que hacía, se abrieron las puertas al respeto mutuo, la comprensión, las conversaciones maravillosas, los hermosos momentos de unión y el aumento del amor. Hoy este hijo todavía está averiguando cuál es el camino correcto para él, y lo dejo ejercer ese asombroso regalo que es su albedrío sabiendo muy bien que ellos serán responsables de lo que elijan.
También sé que debido a esa gran bendición del albedrío, puedo amar a mis hijos por lo que son ahora. Comparto esto sabiendo que una de las experiencias más difíciles de la paternidad es dejar que los hijos tomen decisiones que son contrarias a lo que sabemos y creemos.
También sé que dejar que las personas que amamos tomen tales decisiones no significa que seamos permisivos. Significa aprender a respetar el albedrío y al mismo tiempo hablar de límites. Significa comprender que cada uno de nosotros es responsable de las consecuencias de nuestras elecciones, ya sean buenas o malas. Significa que podemos amar y ser amados por completo a pesar de las elecciones y los diferentes caminos.
Las decisiones en las familias no se dan en una calle de un solo sentido, sino en una calle de dos vías en la que cada uno puede aprender, amar, crecer, respetar y comprender. Del mismo modo en que yo no tenía el albedrío para obligar a mi hijo a asistir a la Iglesia, él no tenía el albedrío para obligarme a creer que su elección era la mejor, por lo que juntos pudimos respetar ambas perspectivas sobre este asunto y muchos otros.
Una de las experiencias de crecimiento más difíciles que tendremos en la vida es amar a alguien lo suficiente como para permitir su albedrío.
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